miércoles, 15 de abril de 2009


Fotógrafa: Nigella

Semillas

Nigella

Por circunstancias imprevistas, su masajista habitual no había podido atenderla esa semana. Sonó el teléfono. Era Ernest, un buen amigo que practicaba Tan-Su, una mezcla de masaje Tántrico y Shiat-Su. En cuanto supo de su estado, aún cuando no acostumbraba a hacerlo, se ofreció para darle un masaje en casa.
Era verano y en el porche había un camastro con un futón en el que dormía las noches tórridas. Le pareció un buen sitio para la sesión de masaje.
Días atrás, una amiga le alegraba el humor con una semilla de Araucaria encontrada en el Jardín Botánico. La llevaba en la mano y pensó en Ernest, llegado de Buenos Aires meses atrás. Había comprado un terreno en un monte cercano a su casa porque estaba cansado de andar con un pie en cada orilla del Atlántico. Era un buen regalo para él por su detalle, pero sólo tenía una y le había tomado cariño. La ponía en su mano y sentía calor. Imaginaba ese inmenso árbol con sus profundas raíces, contenido en aquel huevo almendrado. ¡Casi podía verlo! Así que, tenía un dilema: dársela o no dársela.
A las ocho de la tarde, Bebela preparó una infusión de flores de hibisco. Disfrutaba su sabor, color y aroma. Ernest llegó puntual a la cita. Su aspecto no había cambiado, apenas, con el paso de los años. Se sentaron en el porche. Él se mostró extrañado cuando ella sacó la bandeja con la infusión y unas flores frescas de hibisco que había cogido del jardín.
-¿Sabías que ésta es la flor de los tántricos? –preguntó Ernest.
-No. La tomé por primera vez en el Valle de Assuan, en Egipto. Allí es costumbre que te la ofrezcan por la calle.
La bandeja del té parecía preparada adrede para un ritual Tántrico. Hablaron del Tan-Su mientras bebían caliente aquella especie de vino rojo. Bebela insistió en que el masaje no fuera muy profundo. Se conocía bien y no quería entrar en un estado alterado de conciencia así, sin más.
Se prepararon para iniciar la sesión. Ella totalmente desnuda y él con una especie de tanga. No había entendido muy bien sus instrucciones pero se dejaba llevar. Sólo sabía que era un masaje energético muy íntimo, de mucha proximidad corporal y que debía decir que no cuando lo deseara.
Con la ayuda de él, ella se fue despojando de sus miedos hasta el abandono.
Se dejaba llevar en un cuerpo a cuerpo sutil cuando comenzó a sonar, de lejos, una música de cornetas y tambores. De común y tácito acuerdo siguieron como si nada. Al poco, el bullicio se hizo mayor, la música iba acompañada de voces y ruido de tracas. Continuaron como si no fuera con ellos, como cuando en una meditación se dice que no hay que hacer caso de lo que se oye alrededor. Al pasar el gentío, portando el Cristo en andas, por delante de la casa, se encontraban arrebatados por la música, el olor y el estruendo de la pólvora mezclado con el de los jazmines, los “ora pro nobis” de las beatas y el resplandor de las antorchas mientras se entregaban a aquella especie de danza sagrada.
Bebela sintió que se estaban confrontando dos mundos: el pagano y el cristiano. Que de muchos rincones de sí misma se alzaban los temores y amenazas de una religión sádica y masoquista, mientras se entregaba a una espiritualidad del gozo y el amor. La energía era poderosísima. Trató de vivirlo como una limpieza y se permitió sentir los temores del infierno y el pecado.
En medio de todo aquello una corriente intensa de luz blanca ascendía de su pelvis al cerebro, justo detrás del entrecejo, encima del paladar. Abrió los ojos asustada y él le preguntó:
-¿Has sentido una descarga?
Asintió sin hablar, llevándose una mano a la frente para contener aquél torrente.
-No te preocupes,- dijo él- hay que movilizar la energía.
Se relajó y dejó que se expandiera la luz, que estallaba en fuegos de artificio, por su cuerpo hasta que cesó de vibrar y se apagó. Cerraron la sesión con un abrazo y se vistieron.
Mientras tanto, la noche se había unido al encuentro.
-He vivido una experiencia mágica, -comentó Ernest-. El olor a azahar mezclado con el de la pólvora, las cornetas, los tambores, los petardos, el Cristo, las beatas… Por un momento pensé en parar, me preocupó molestarlas, pero luego me di cuenta de que era un miedo mío, en realidad nadie nos veía…
Bebela escuchaba su relato, asintiendo, mientras reconocía una por una las sensaciones de él como suyas.
Entonces vio allí, encima de la mesa, dos semillas de Araucaria. Se quedó perpleja. No se permitió preguntas. Tomó una y se la dio, explicándole lo que significaba. Él se lo agradeció emocionado y le dijo que nunca le habían echo un regalo así.