jueves, 26 de febrero de 2009

Apacible


Fotógrafa: Amélie Olaiz

Arrullo de Rosas

José Guillermo Bazavilvazo Rodríguez

Traté tantas veces de llevarla a mi cama y jamás pude.Nunca aceptó a pesar de las lisonjas, los halagos y los ramos de rosas.
—Qué guapa estás hoy, Carmina. Te ves preciosa con ese vestido.
—Ajá—contestaba—, lo único que quieres es cogerme, pero no; busca en otro lado.
Altiva, pretensiosa, eso me excitaba. Imaginaba su cuerpo blanco, etéreo, flotando sobre mi deseo. Percibía sus muslos de roca custodiando el oasis que esperaba, ansioso —imaginaba yo—, mi lengua y mi olfato.
Adivinaba sus pechos ondulantes y convexos ensamblados en mis genitales, mientras bebo la miel de su rosado sexo.
El mío, a su vez, me exigía poner fin a esa vigilia a la que lo habìa condenado. Me miraba implorante y a veces una lágrima escapaba de su único ojo. Mi corazón se sublevaba y cesaba de latir. Esperanzado, reanudaba su camino.
Insomnio era el verdugo, cada noche. Pensar y más pensar, imaginar y fantasear.
Los hombres que pasaron por su vida la agotaron y le quitaron lo que yo forjé con tanto dolor. El insomnio se cansó y me dejó dormir, por fin.
Los años se encargaron de su orgullo: las sombras desquiciaron su rubor. La sintaxis perfecta de su prosa terminó por arrancarle su altivez.
Jamás me entregué a ninguna otra como lo hubiera hecho con ella. Bueno, creo que las prostitutas no cuentan; era cuestión de no castigar de más al sexo. Al fin y al cabo él no entiende de pasiones, sólo sonríe al satisfacer su egocentrismo.
—Qué guapo te conservas —me decía.
—Y tú, en cambio, estás acabada; ni la sombra de lo que alguna vez me trastornó.
—No creas, lo que se tuvo se conserva; las rosas aunque se marchiten, algo guardan de su perfume. Te espero en mi cama; no te arrepentirás.
Al fin la tengo al alcance; pero ya no es etérea —creo yo.
Las columnas de sus muslos no deslumbran, ni su sexo me guiña como antaño.
¿Y el mío? Ya no llora como tantas veces, ni reclama. Su egoísmo parece cosa olvidada. Bueno, al fin y al cabo nada pierdo con probar. De cualquier modo nadie me hizo vibrar sin tocarme, como ella. Antes de morir, bueno sería.
La casa, tantas veces añorada, sonreía; los helechos atisbaban. Los cimientos murmuraban.
Su cama, limpia y convexa se ciñó a nuestros cansados cuerpos, nos abrazó y nos dormimos. El olor a rosas me arrulló.

domingo, 22 de febrero de 2009

El lecho de los entes que esperan

José Espinosa Jácome
Cuando regrese tendrá la mañana su mismo caballo. Sobre la mesa el tiempo enjaulado nos verá. En el rincón colgará toda ropa, el contacto en su boca, y en su prado el azor. Ya que retorne verá repentina la voz del calostro. Sobre la cama oirá la caricia resollar. Se bañará de ostras, palmas, y flores, y verá los efectos por el torso pasar.