martes, 27 de enero de 2009

Lecho de cuadros

Lecho de cuadros

Fotógrafa: Amélie Olaiz

La Cama donde nació Hans

"Los padres de Hans Cristian Andersen-Ane Marie Andersdatter y Hans Andersen-eran tan pobres que cuando se casaron carecían de muebles y tuvieron que construirselos con sus propias manos aprovechando la madera que caía en su poder. La cama de matrimonio la hicieron con unos trozos de madera que habían sobrado de la fabricación del ataúd para un conde muerto en la vecindad. Aquellos trozos de madera, aún envueltos con trapo negro, sembraron el temor en estas almas sencillas, que se veían predestinadas a todas las desgracias. Pero ningún mal les provino. Al contrario, en esa cama de tan lúgubre origen, nació el día 2 de abril de 1805 su hijo Hans Christian en la ciudad de Odense."

(Salvador Bordoy Luque, en el prólogo para los Cuentos Completos de H. C. Andersen, ediciones Aguilar, 1961)
Enviado por José Manuel Poveda (España)

lunes, 26 de enero de 2009

Camas de escritores

La cama es paraíso de la inconsciencia y sus huellas no pueden mentir.
Paraíso de la inconsciencia.
Fotógrafa: Amélie Olaiz



Camas de escritores

Huberto Batis
Para Amélie Olaiz, como yo clinofílica y fotógrafa de camas (yo de divanes habitados)

A propósito de camas de escritores, don Alfonso Reyes tenía junto a su escritorio un echadero en su biblioteca o Capilla Alfonsina “para la siesta”, según me dijo, porque dormía en su recámara con doña Manuelita Mota, y fue lo primero que puse (para leer libros con una sola mano y dormir soñando con las huríes perpetuamente vírgenes) en mi primer departamento -¿Capilla Hubertina?- aunque apenas había reunido algunos volúmenes en un librero construido con tablas y ladrillos.
Don Julio Torri debió pasarse insomne las altas horas en la cama contemplando los cuadros y dibujos eróticos que lo rodeaban por docenas, y que el día que murió pude mirar guiado por Miguel Capistrán, quien detentaba llave de la casa en la Plaza Finlay.
También Ramón Xirau (85 años ha cumplido este año) lee en una angosta litera en su estudio hasta caer dormido, para no molestar con su cigarro a Ana María Icaza. Ahí lo encontré una mañana en que otorgaríamos el Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes, junto con el voto de Alvaro Mutis, tercer jurado, ausente.
Juan García Ponce, desde su cama de hospital contemplaba pinturas de sus amigos y fotos renovadas frecuentemente (menos las sagradas: sus hijos), veía el beisbol de las Grandes Ligas de USA, el fut mexicano a veces y películas triple XXX que empecé prestándole y luego regalándole, porque se las robaban sus visitantes. Pasó más de 30 años entre la cama y la silla de ruedas. Escribía mentalmente de noche y dictaba a María Luisa lo memorizado de día. Lo ponían de pie amarrado a un armatoste de madera, donde lo rasuraban. Lo bañaban y lo sentaban en el trono durante largo rato; a veces platicaba con él como si fuera un príncipe… mientras se aliviaba de las cenas yucatecas rociadas con Riojas y Armagnac.
Inés Arredondo mucho me agradeció el regalo de una cobija eléctrica, pues por sus dolores de columna trabajaba en su cama oyendo Radio UNAM y haciendo un reporte diario para Max Aub y Héctor Mendoza; también leyó la obra de Thomas Mann y la de Robert Musil bien calientita, y luego escribía su Acercamiento a Jorge Cuesta. Es bien sabido que Balzac y Proust escribían entre almohadones. En cambio José Vasconcelos presumía de garabatear de pie en su alto escritorio.
¡Cuántos libros se han perdido entre las sábanas y cobertores, no se digan ideas! Así como hay sopa de letras se podría servir un potaje de migas...recogidas en las camas de los clinofílicos, acaso con algún hueso no muy roído para darle sabor al caldo.
En la cama del poeta Tomás Segovia algún travieso hijo "sembró" la prueba de sus retozos en ciernes para que fueran descubiertos por la preferida en turno: un poema a La Eva futura (cfr. Villiers de L'Isle Adam) acaso, con un broche y lazos de corset y media nylon a manera de clip sosteniendo los folios.
Miguelángel Díaz Monges, meus filius putativus (“el que se tiene por padre, hijo, etc., sin serlo”, DRAE), acomoda sus libros en viejos cajones de fruta bien encimados, de manera que merecen una fotografía de Pedro Meyer. Sé que es un adicto del lecho más allá del medio día, porque se desvela a diario deliciosamente, charlando por teléfono, escribiendo, leyendo y defendiendo sus vastos territorios conquistados en Facebook (Internet), seguramente dando lecciones a sus hijos Daniela Andalucía y Alvaro Cristóbal para sustituir la escuela inútil y perniciosa, y por sabido se calla su juntamiento con fembra placentera, por supuesto después de recibir mantenencia como Juan Ruiz, arcipreste de Hita. A veces se asoma a su particular Central Park (José Clemente Orozco), sonámbulo, desde su apartamiento aquilino y escucha a Octavio Paz, quien vivía de niño muy cerca en Mixcoac:
"Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: / también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea."

El mejor invento de la civilización

Para compartir los cuerpos.
Para compartir los cuerpos
Fotógrafa: Amélie Olaiz


El mejor invento de la civilización

Agustín Cadena
Clinofilia se llama la adicción a la cama; clinofílicos, los millones de seres humanos que la amamos. Es que, ¿quién está exento de este amor? Cervantes siempre quiso tener una buena cama y muy pocas veces pudo disfrutarla. Y Shakespeare, en su testamento, le dejó a su esposa la segunda mejor de sus camas. ¿Para quién era la mejor? Nadie lo sabe: se quedó para siempre como uno de los muchos misterios de la historia literaria.

La cama es mudo testigo de los sucesos más importantes del individuo, que en ella nace, se reproduce y muere. Pero no nada más eso, en ella se puede hacer todo: leer, ver la televisión, escuchar música, fumar, escribir, dibujar, jugar, estudiar, discutir, emborracharse, recibir a los amigos, mirar las estrellas, ganar dinero... ahí es uno feliz y ahí se refugia cuando se siente desdichado. Baste recordar la típica escena de la adolescente que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se echa a llorar. Tal vez la mayor parte de las lágrimas que una persona llora en su vida las derrama sobre la almohada. Es el lugar de la depresión, de la resaca alcohólica, de muchos intentos de suicidio. De los crímenes pasionales. ¿No es en la cama donde Otelo mata a Desdémona?

Los romanos tenían lechos especiales para comer, para hacer el amor y para estudiar. Y se dice que Luis XI y después otros reyes de Francia tenían una cama en la sala del trono y ahí atendían los asuntos de Estado. Es que el catálogo de las camas recorre toda la escala social, desde las camas de varas de los campesinos, las camas de piedra de los presos y los catres de campaña de los soldados hasta las suntuosas yacijas de bronce o de maderas preciosas con doseles e incrustaciones de perlas y gemas.

Todo esto es sin contar su función principal, la que anuncian los fabricantes: la cama es para dormir. ¿Cuánto tiempo pasa uno en ella entonces? Una persona que duerme ocho horas diarias, a los sesenta años de edad se ha pasado veinte años durmiendo. Veinte años en la cama.

Es cierto que la odian los cuáqueros y los enfermos, pero en cambio la aman los lascivos, los abúlicos, los poetas y los gatos. Y el enamorado o enamorada que, tras la partida del amante, se pone a oler las sábanas con ensoñación. Es que aquel que se ha ido ya de la casa aún perdura un poco en la cama. Y el aroma de su cuerpo está ahí para asegurarnos que lo vivido fue real, que aquello no fue un sueño, y también para apuntalar la promesa del retorno. “¡Volverá!”, dice el olor a besos que guardan las sábanas. “¡Volverá!”, grita el vello púbico que se quedó escondido en algún pliegue de la sábana.

La cama tiene el aliento marino de las mujeres que duermen satisfechas. Huele a sol en la mañana; y en la noche, a luna, a la brisa de flores nocturnas que entra por la ventana abierta meciendo las cortinas sobre los cuerpos entrelazados.

Odiseo debe volver a Ítaca. Ítaca es el nombre de su isla, pero el héroe no quiere simplemente arribar a la costa. Eso no tendría sentido. Él se propone llegar a su casa: una Ítaca dentro de otra Ítaca. Y dentro de esta Ítaca que es su casa hay otra más: la alcoba de su mujer. Y dentro de ésta se halla la última, la verdadera Ítaca: la cama que él construyó con el tronco de un corpulento olivo. Se trata de un simbolismo prodigioso: la cama es el árbol, que es el puente entre el cielo y la tierra. La cama nos conecta con nuestras raíces, pero también con esas ramas nuestras que aspiran a lo Alto.

Las camas y sus misterios(según una novela de John Cheever)

Detalle de como un trono
Fotógrafa: Amélie Olaiz

"En mis viajes he observado que las camas extrañas que ocupo en los hoteles y las pensiones poseen una atmósfera muy distinta según el caso, y ejercen una influencia profunda sobre mis sueños. He sabido que transmitimos parte de nosotros mismos-de nuestro espiritu y nuetros deseos-a los colchones sobre los cuales descansamos, y dispongo de pruebas sobradas para demostrar mi idea. En invierno pasado, una noche en Nápoles soñé que lavaba un guardarropa entero de prendas que no se planchan, algo que como tú bien sabes, yo jamás haría. El sueño era muy explícito, podía ver los artículos de vestir colgados de la ducha, y oler la tela húmeda, aunque eso no es parte de mis recuerdos. Cuando desperté me pareció que estaba rodeada por una atmósfera diferente de la mía, tímida, sincera y casta. Era evidente que en la habitación había una presencia. Por la mañana pregunté al empleado de la recepción quién había ocupado antes mi cama. Revisó sus libros y dijo que había sido una turista norteamericana-cierta señorita Harriet Lowell-que se había trasladado a un cuarto más reducido, y que en ese momento salía del comedor. Me volví para ver a la señorita Lowell, cuyo vestido blanco inarrugable ya había visto en sueños, y cuyo espiritu tímido, casto y sincero aún flotaba en la habitación que ella había abandonado. Sé que atribuirás esto a coincidencias, pero déjame continuar. Un tiempo después, en Ginebra, me acosté en una cama que parecía exhalar una atmósfera tan desagradable y venérea que mis sueños fueron repugnantes. En ellos ví a dos hombres desnudos, uno montado sobre el otro como un jinete y el caballo. Por la mañana pregunté al recepcionista quiénes habían sido los ocupantes anteriores, y dijo: "oui, deux tapettes." Habían hecho tanto ruido que se les había invitado a abandonar el hotel. Después de esto, me acostumbré a imaginar quién había sido el ocupante anterior de mi cama, y a comprobarlo por la mañana con el empleado. Acerté siempre, es decir, siempre que el empleado se mostró dispuesto a cooperar. Si se trataba de prostitutas, a veces estaban pocos dispuestos a ayudar. Si no hallaba ninguna presencia en mi cama, llegaba a la conclusión de que se había mantenido desocupada una semana o diez días. Nunca me equivoqué. Ese año, en mis viajes, participé de los sueños de hombres de negocios, turistas, matrimonios, personas castas y ordenadas, y también prostitutas. Realicé mi experiencia más notable en Munich, durante la primavera.
Me alojé como siempre en el Bristol, y soñé con un abrigo de cibelina. Como sabes, detesto las pieles, pero ví muchos detalles de ese abrigo, el corte del cuello, los retazos de piel color miel, la seda amarilla del forro, y en uno de los bolsillos de seda un par de billetes para la ópera. Por la mañana pregunté a la doncella que me trajo café si la ocupante anterior del cuarto había tenido un abrigo de piel. La doncella juntó las manos, elevó los ojos hacia el cielo y dijo sí, sí, era un abrigo de cibelina rusa y el más hermoso que ella había visto. La mujer estaba enamorada de su abrigo. Para ella era como un amante. Y la mujer dueña del abrigo, pregunté mientras revolvía mi café y trataba de parecer poco interesada, ¿solía ir a la ópera?. Oh, sí, sí, dijo la criada, había venido al festival de Mozart, y durante dos semanas había ido todas las noches a la ópera con su abrigo de piel.
El asunto no me desconcertó demasiado-siempre supe que la vida es sobrecogedoramente misteriosa-pero ¿no dirías que tengo pruebas indiscutibles del hecho de que dejamos fragmentos de nosotros mismos, nuestros sueños y nuestro espiritu en los cuartos donde dormimos?."

©Bullet Park(capítulo XI), de John Cheever(1912-1982)
Enviado por José Manuel Poveda

martes, 20 de enero de 2009

Para soñar

Para soñar
Fotógrafa: Amélie Olaiz

Cuando él viaja y me quedo sola, mi cama es en las mañanas una quietud inmensa y desolada que habla de un sueño estéril...
Mi única queja es que siendo los dos grandes de proporciones, sigamos en una cama matrimonial, porque a él eso de la king size, se le figura de matrimonio mal llevado.
Mara jiménez

Tendedero

Tendedero
Fotógrafa: Amélie Olaiz

Mi cama ya no habla, mi cama es sólo un mueble donde habita un atronador silencio, una agitada quietud.
Paola Cescon